¿Quién defiende la igualdad?
Análisis de la Sentencia del TSJPV, que reconoce la legalidad de los Alardes privados discriminatorios
La legalidad formal como precaria coartada para excluir a las mujeres del alarde
Asistimos en los últimos tiempos a una sonora y efusiva, por no decir ruidosa, proclamación de defensa de la igualdad de las mujeres por parte de quienes anualmente proscriben con todos los medios a su alcance el acceso de las mujeres a las filas del alarde privado, que organizan por nuestras calles. Se apoyan y encuentran el amparo legal para ello, tanto en Irun como en Hondarribia, en sendas sentencias de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo de los años 2007 y 2008.
En efecto, en dichas sentencias se abre un precario y constreñido resquicio legal que permite a estos desfiles, excluyentes de las mujeres, subsistir en el marco de un Estado de Derecho que, por lo demás, garantiza el imperio de los derechos fundamentales, y entre ellos el de igualdad, para todas la personas.
¿Dónde está entonces el truco? Son y sólo pueden ser organizaciones privadas; el terreno queda así vedado a la intervención pública, pues de lo contrario operarían plenamente otras dos sentencias dictadas anteriormente –en 2002– por el mismo Tribunal Supremo (aunque esta vez por la Sala de lo Contencioso-Administrativo), en las que se sienta una doctrina firme e inequívoca en torno a los alardes: la organización municipal (en tanto que pública) de esos alardes incurre en discriminación, en vulneración directa del principio de igualdad, si no asegura la presencia igualitaria de las mujeres.
Pero no nos engañemos, el resquicio legal en el que sobreviven los alardes privados es estrecho y muy precario. Mantenerse como organización privada significa sustraer a la ciudadanía en su conjunto un patrimonio que legítimamente le pertenece, la fiesta y su forma de organizarla y de vivirla, y que en todo momento puede y debe reivindicar para sí por distintos medios, entre otros, el reconocimiento de los alardes como patrimonio cultural de toda la ciudadanía. Significa, además, renunciar para siempre a cualquier forma o modo explícito o implícito, manifiesto o sutil, de buscar cobertura pública (del tipo que sea) para dicho evento excluyente de las mujeres. De lo contrario, salir de ese estrecho margen comporta, para los organizadores privados, que el imperio pleno de los derechos fundamentales se les imponga.
En cuanto a los poderes públicos que pudieran sentirse tentados de dar cualquier clase de cobertura a unos alardes que proscriben el acceso de las mujeres, nunca sobra recordar que incurrirían no sólo en nulidad de actuaciones, sino también eventualmente en delito, con la correspondiente amenaza de inhabilitación que ello acarrearía para las autoridades que osaran emprender ese arriesgado camino.
Pero además, más allá de tecnicismos jurídicos, ¿quién entiende que no es discriminatorio un alarde que no admite a las mujeres por el hecho de serlo? Sobre este asunto, es evidente que hay formalmente una verdad legal y materialmente otra verdad social.
Basta con que una sola mujer solicite entrar en las filas del alarde privado, para que la rotunda negativa que subsiguientemente le viene encima evidencie a todas luces el carácter discriminatorio de ese acto.
El formalismo jurídico, los resquicios legales, no salvan pues la fuerza de la verdad desnuda, que cualquiera es capaz de reconocer: la discriminación pura y dura que anualmente los tradicionalistas siguen ejerciendo y haciendo visible en nuestras calles.
Juridicidad formal y legitimidad ética no son desgraciadamente términos equivalentes, ni coinciden siempre en el tiempo y lugar. No faltan ejemplos recientes que nos recuerdan esta falta de concordancia (no hace tanto que las mujeres solicitaban el permiso a sus maridos para realizar cualquier contrato o acto jurídico).
Pero el mundo avanza y la igualdad también. Tal vez los tribunales del orden civil no admitirían ya en 2017 que la calle es susceptible de apropiación privada y que lo privado puede sustraerse del imperio de la igualdad.
En cualquier caso, la igualdad, aunque se conquiste a pequeños pasos, es irrefrenable y sin duda se impondrá, como lo ha hecho en tantos otros, también en este ámbito.